Habían puesto a Rembrandt el autorretrato más bien grasaso por lo de los colores. Lo mostraban sostinido con le pulgar sucio, y en con una carretilla vieja, pero no tampoco. La otra mano tenía un monedero com si estuviera pensando en que pagaba por adelantado. El rostro de disgusto por la vida y de los pensamientos. Pero tenía una dura alegría que los hacía brillantes como gotas de rocío al amanecer.
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